Cuando sueño suelo estirar el tiempo. También los espacios, los pasos, las casas que habito. Y el tiempo; juego con él como quiero, más bien como quiere mi subconsciente, que a veces parece no tener nada que ver conmigo. Voy al futuro para regresar al tiempo presente, y vuelvo al pasado para recoger algún recuerdo, saborearlo o sufrirlo de nuevo, actualizarlo. Esos días me levanto más nostálgica de lo que soy, si cabe.
En mis sueños tengo súper poderes, aguanto la respiración bajo el agua, traspaso paredes. Me convierto en distintas personas y tengo la capacidad de vivir varias vidas a la vez. Soy, en ocasiones, como una súper heroína.
Últimamente estoy trasladando esos poderes a mi vida real. En plena consciencia soy capaz de estirar el tiempo y lograr que los días parezcan tener más de veinticuatro horas. Mis tres hijos así me lo exigen y yo, que los quiero tanto, estiro y estiro las horas y leo, y regaño, y doy de comer, y ordeno, y ayudo a dormir, y a escribir diarios, y cambio pañales y canto (por eso ha llovido tanto últimamente). Recargo pilas cual robot gracias a mi «otro niño», que también estira el tiempo y lee y regaña y da de comer y ordena y ayuda a dormir…
A veces me siento un poco frustrada por no poder ejercer mi profesión de periodista a pleno rendimiento. He tenido algunas oportunidades pero tan precarias que no entraban dentro de ese tiempo estirado en el que se cuelan los cuidados de mis hijos. Y admiro a mujeres que crean empresas, ejercen la política, la medicina, limpian casas o dan clases y además tienen hijos. Debe ser que han tomado mayor cantidad de pócima para estirar esas horas.
A veces me siento incapaz, pero escribo, y estiro el tiempo y escribo y leo cuentos. Y cuando después de media hora llorando, y otra media hora escupiendo papilla, consigo que mi pequeño bebé coma algo, me siento la mujer más poderosa del mundo. Más que Angela Merkel, ¿qué digo?, más que Beyoncé.
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