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La pequeña ciudad II

Había un hombre triste en la pequeña ciudad, porque no sabía utilizar las lianas que había colgadas por todas partes. Y al no tener la suficiente habilidad, nada podía hacer para ayudar a sus vecinos a terminar de construir la pequeña ciudad.

Andaba el pequeño hombre triste taciturno por las calles a medio hacer. A veces se le iluminaba la cara al cruzarse con algún amigo que parecía necesitar ayuda:

–          ¿Quieres que pinte la fachada de tu casa?

–          Sí, sería genial que te subieras a una liana y pintaras el tejado de mi casa.

–          Lo siento, no puedo subirme a la liana.

–          Entonces déjalo, ya me ocupo yo de pintar el tejado de mi casa.

Apesadumbrado seguía deambulando el hombrecito por la pequeña ciudad. Esquivando a los hombres voladores que parecían querer atropellarle a propósito con sus lianas. O al menos eso es lo que pensaba él. Yo, que los observo desde otra perspectiva, creo que están demasiado ocupados para jugar a los atropellos. Pero me conmueve la melancolía del pequeño hombre triste. Se llama Mateo, y me mira suplicante. Yo sé lo que quiere; le gustaría salir de la pequeña ciudad, y recorrer libre algunos de los rincones de mi mente. Yo creo que es peligroso, porque puede perderse en algún lugar demasiado triste u oscuro. Como en aquel recuerdo en el que se me apareció el demonio y me sumergí en una oscuridad total. No creo que él sólo pudiera salir de ese “rinconcito” tan negro.

Mateo me sigue mirando y me pide que le acompañe. No puedo negarme; realmente no tengo otra cosa mejor que hacer, tengo toda la noche por delante. Cuando me convierto en diminuta le cojo de la mano, y juntos nos adentramos en otras pequeñas ciudades construidas a base de recuerdos, y de sueños.

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La pequeña ciudad

Casi diminuta, cabría añadir. Soñé hace años con ella y me maravilla descubrir cómo la recuerdo, casi al detalle. Por eso vuelvo hacia ella de vez en cuando, y la recorro de nuevo en mi cabeza. Cuando soñé con la diminuta ciudad, estaba en construcción, y sus diminutos habitantes se desplazaban con lianas de un lugar a otro para arreglar tejados, asfaltar calles o trasladar muebles pesados. Yo los encontré «a la vuelta de la esquina», literalmente, ocupaban una esquina de una calle perdida de mi mente. Y como con mi tamaño natural me costaba mucho ayudar a sus habitantes, me convertí en uno de ellos, me hice diminuta y volé por sus tejados a medio hacer, y sus aceras diminutas.

De vez en cuando vuelvo a la pequeña ciudad, a veces con mi tamaño, a veces reducida a la estatura estándar de la pequeña ciudad. Me asomo para comprobar sus adelantos. Ya están casi todas las casas pintadas, pero algunas calles son de difícil acceso, por lo que si soy gigante, con la punta de los dedos hago volar el autobús lleno de niños chillones y lo traslado a la puerta del colegio; intenté también deslizar con mi mano el asfalto, pero no mido mis fuerzas y hay un barrio que se ha llenado de alquitrán.

Os dejo, tendré que convertirme de nuevo en pequeñita y arreglar este desaguisado. Otro día os hablaré más de la pequeña ciudad.


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