
Hoy me han detenido por saltarme el confinamiento. Ha sido una detención amable, y ahora os cuento por qué.
Todo ha empezado con un intento de ir al supermercado. Me dejado el coche aparcado muy lejos de dónde tenía que ir, no sé por qué. Conforme iba avanzando hacia mi destino, andando, me he dado cuenta de la estupidez. Porque además luego he de volver cargada de bolsas. Pero estoy a medio camino, prefiero no volver a por el coche.
Pero nunca llego a mi destino, no termino de llegar, el camino es cada vez más largo. Y no llego, no llego. ¡Qué angustia! Lo que sí llego es al centro de una ciudad extraña; a lo lejos un supermercado, pero cuando por fin me acerco es una farmacia y yo no necesito nada de la farmacia.
Mientras callejeo me encuentro a varias personas conocidas; toman café en bares (a una distancia prudente, pero, ¿qué hace un bar abierto?), también asisten a una función escolar, con mascarillas, pero aún así es raro.
De repente me encuentro con un chico muy agradable que me pregunta adónde voy, y yo ya estoy tan perdida que no puedo justificar qué hago por allí. Me explica muy amablemente que, para respetar el número de personas que pueden andar por la calle, me va a llevar a una casa un rato. Y la casa resulta ser la de unas amigas mías (gemelas, para más detalle). El chico me esposa a la puerta de una habitación, que por cierto es horrenda. Que casa más fea, parece que me haya trasladado de golpe a los años setenta, y todo es color café con leche, más leche que café.
El chico es voluntario de la policía, una especie de observador comunitario. Está haciendo méritos porque estudia para ser detective. Me deja allí durante unas horas, esposada a una puerta y sentada en el suelo. Menos mal que puedo charlar con las gemelas.
Me duele la muñeca izquierda.
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