Me he dado cuenta, en este recordatorio continuo de los sueños que tengo, que generalmente sueño en movimiento. Sueño con viajes, voy y vengo, me traslado y vuelvo. Y las pesadillas de esta noche podrían pasar, como ilustro en el título, por pesadillas amables, inofensivas, pero pesadillas al fin y al cabo por la angustia que me produce ese movimiento, ese «tener que llegar a alguna parte», el no poder tomarme el tiempo suficiente simplemente para dejarme llevar. Sólo me dejo llevar cuando estoy en el mar.
1. Al principio de la noche la primera pesadilla tiene que ver con un viaje, claro. Tengo que coger un avión, pero los «encargados» del aeropuerto no me dejan subir porque tengo que soplar. Me explico, hay un alcoholímetro, que no es un alcoholímetro, sino un aparato que sirve para medir tus fuerzas a la hora de soplar. Podría haber sido un matasuegras electrónico, pero no. Si no supero el número diez no puedo subir al avión porque significa que no tengo la capacidad suficiente para soportar el despegue. Ni que fuera a subir a la luna. Además tengo la sensación de que el «encargado» del aparatito hace trampas y me pone los dedos demasiado cerca de la boca, por lo que no puedo soplar con fuerza. Pero, no me preguntéis por qué, es fundamental que coja ese avión.
2. Serían las cuatro o cinco de la mañana cuando en la segunda pesadilla amable me dispongo de nuevo a viajar; esta vez en un velero. Pero los veleros, y esto es algo muy cierto, tienen césped plantado en la cubierta y este barco en cuestión no puede navegar hasta que mi padre no haya regado el césped. Pero él se lo toma con una parsimonia desesperante, y yo tengo que salir a navegar…
3. Ir de tiendas, creo que ya alrededor de las siete de la mañana, es un poco cansado, sobre todo si antes has intentado sin éxito coger un avión y navegar en el velero con jardín. De nuevo las prisas, tengo que probarme seis camisas blancas antes de que mi marido, que se ha puesto dos pendientes en la oreja izquierda, se vaya con las niñas de viaje. Y no me espera. La tienda está abarrotada, pero yo consigo meterme en un probador que en realidad es una sala enorme con televisión y una cama. Es la habitación de un hotel. Comienzo a probarme las camisas, siempre con mucha prisa porque mi parentela se va, pero me interrumpe constantemente Lorenzo Milá, que tiene que hacer una conexión para el telediario y no respeta los probadores ajenos.
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