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La primera vez que un niño va al cine

javier

El sábado pasado se entregaron los Premios Goya de este año. Y casualmente esa tarde llevé a mi hijo pequeño, que no ha cumplido todavía los tres años, por primera vez al cine. Pensaba que era demasiado pronto pero nos arriesgamos. Reaccionó con una ilusión muy diferente a cuando fueron al cine sus hermanas mayores, que no se entusiasmaron demasiado. Y yo fui testigo de su cara de alucinado con auténtica devoción.

Cuando apagaron las luces y ese sonido tan característico de una sala de cine, que va directo al estómago, hizo presencia, mi hijo pequeño no daba crédito. Nos miraba a su padre y a mí, intermitentemente con una risa nerviosa, encantado. Le gustó la película, una cinta de animación previsible, muy infantil, y salió de la sala con la misma sonrisa, algo más cansado.

Por la noche vi, después de muchos años, la Gala de los Goya hasta el final. Me gustó; más aciertos que errores. Y quizás con el espíritu todavía contento por la experiencia en el cine con mi hijo, me fijé en que en la mayoría de los discursos de agradecimiento había una nota común: “Gracias a mis padres por inculcarme el amor al cine, gracias a mis padres por contarme historias, gracias a mis padres por haberme puesto un lápiz en la mano”.

Mi hija mayor, que ya es una adolescente, vio parte de la Gala conmigo y me dijo: “Mamá, tú también nos estás inculcando que seamos creativos”. Y esto no está reñido con inculcarles el esfuerzo, la importancia del estudio, cosa que por cierto también se nombró mucho en los citados discursos de agradecimiento: “Hay que estudiar, hay que esforzarse. Hay proyectos que salen después de cinco, diez años, después de diez, veinte versiones de guión distintos”.

Yo seguía visualizando la cara sorpresa de casi un bebé que va por primera vez al cine. También recordé los comentarios de mis hijas al salir: “La película está bien pero el argumento se cuenta de manera demasiado rápida, está mal montada”. Me hizo gracia, se nota que he sido crítica de cine y ese comentario me lo deben haber oído antes. Inculcando, inculcando…

Hay muchas cosas que no logramos inculcarles, sus padres, y que nos cuestan muchos disgustos, regañinas, cansancio. Pero hay algo que sí están interiorizando, la importancia del estudio, de la lectura, del esfuerzo, no para ocupar el día de mañana un buen trabajo o una determinada posición social (os sorprendería la cantidad de personas que tienen este objetivo), sino para que el día de mañana estén más preparadas para afrontar retos difíciles, sean menos manipulables, sean en definitiva más libres. Aprendizaje, cultura, estudio. No es algo pueril, no es una intencionalidad a la hora de educarlas baladí, es algo madurado.

Y así pasan los días, mientras cocinan, y estudian, y leen, y escriben. Y juegan, y desobedecen, y estudian, y se pelean, y leen, y estudian y ven cine. Y estudian y aprenden a tocar el ukelele y el piano, y leen y hacen películas; menos mal que el Ipad no sólo sirve para hablar con los amigos por Facetime, tengo una directora de cine en potencia con un sentido de la comunicación visual muy marcado. Y pasan los días aprendiendo, estudiando.

Nunca olvidaré la cara de sorpresa de mi hijo la primera vez que fue al cine.

 


El Club de los Cinco (+1)

Carlos estaba muy estropeado la última vez que le vi, más gordo de lo habitual, se había dejado el pelo largo por la cintura y una barba más propia de Robinson Crusoe que de un chico que no había cumplido los treinta. Era más una actitud de rebeldía que de dejadez la que le había provocado ese aspecto desaliñado. Esta noche me he vuelto a encontrar con él, pero ha adelgazado considerablemente, se ha cortado el pelo y la barba ya no es de Crusoe, sino más parecida a la del modelo Christian Göran. En mi sueño Carlos se acerca a los cuarenta y no ha perdido el magnetismo que tuvo siempre, ese halo que atrae a muchas personas, personas quizás ciegas que se «estrellan» con él como polillas luminiscentes.

Esta noche Carlos ha salido de su retiro voluntario, rodeado de más misterio que nunca, y nos ha invitado a un grupo de amigos a pasar un fin de semana en su nueva casa, un hogar alejado de todo. De nuevo yo ya no estoy en la casa, sino que me convierto en fantasma soñadora. Observo con curiosidad cómo interactúa el grupo; la excusa es organizar la boda de Bernard, que se casa con su novia de toda la vida, embarazada de ocho meses. Pero Bernard se está acostando con Martha Plimpton, y sólo yo lo sé.

Bendito grupo de perdedores, a los que me cuesta definir como tales porque me resultan demasiado simpáticos. Son como los chicos de El club de los cinco, los amigos lejanos que forman parte de tu adolescencia y a los que perdonas todo. A mi grupo de esta noche también les perdono que siendo unos fisgones hayan encontrado el zulo de Carlos; un sótano cerrado y lleno de dosis de heroína. Carlos se explica y les cuenta a sus invitados que se fue a vivir a ese zulo cargado de droga para desintoxicarse (contradictorio, sí). Pero primero tenía que construirse una casa decente para pasar el mono. Por lo que estuvo chutándose hasta que pudo habilitar aquel lugar para prepararse y ser un hombre nuevo. Beatrice está demasiado decepcionada para seguir escuchando más, por lo que sale llorando de allí. Bernard intenta convencer a los demás de que su anfitrión tiene mucho mérito, y Martha, quizás por sentirse culpable, es más empática. La embarazada no se entera de nada, y falta Chloé, la novia de Carlos, que lo mira con estupor. Pero en su interior se siente más atraída hacia él, el magnetismo es más grande.

Mientras estoy observando la escena, se acerca a mí un chico desconocido que me pregunta qué ocurre. Yo le insto a callarse y seguir observando: «¿No te parece maravilloso que podamos acercarnos a esta casa cada vez que queramos? Sólo tenemos que soñarla».


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