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Nunca me gustó la palabra cuarentena II (Maldita dulzura)

Nunca me gustó la palabra «cuarentena», y menos decir «cuarentena de quince días». He pasado un buen confinamiento, entrenada entre el instalarme en el presente y el alejar los miedos. No me ha ido mal.

No me he enfadado, ni siquiera he tenido que resignarme, me ha salido de manera natural. He convivido con adolescentes (tengo mérito), he trabajado (gracias a Dios más que nunca), he escrito (mirándonos el ombligo un poco aquí los autores), he bailado (que no pare la música), he leído (siempre) y he practicado yoga (calma).

Y ahora, que parece que podemos salir un poco y retomar algo la vida social me ha entrado pánico escénico. Yo digo que tengo síndrome de Estocolmo. Parece ser que es más propio decir «síndrome de la cabaña». Además de costarme salir a la calle, me noto más tristona, apática, aturdida.

Hasta esta tarde, que mi tristeza ha pasado a enfado. Me voy a cagar aquí en quien no cumple las reglas del juego ni la distancia social… tanto pedir libertad y lo que vais a conseguir es retrasar más esa libertad para ir a ver a nuestros padres, encontrarnos con nuestros hermanos, amigos, por no decir ponernos en riesgo de nuevos contagios.

¿No os lo he contado? Ya se me ha pasado el enfado. Se acabó la tristeza, la apatía y el enfado. Unos días me ha durado, de lunes a jueves. Ni síndrome ni pánico ni nada. Tenía que ponerme a escribir.

Eso sí, la copa de vino me la voy a seguir tomando en casa, me vais a permitir.

Sueños relacionados:

Nunca me gustó la palabra cuarentena I.

Libertad VI.


Arresto domiciliario

esposas

Hoy me han detenido por saltarme el confinamiento. Ha sido una detención amable, y ahora os cuento por qué.

Todo ha empezado con un intento de ir al supermercado. Me dejado el coche aparcado muy lejos de dónde tenía que ir, no sé por qué. Conforme iba avanzando hacia mi destino, andando, me he dado cuenta de la estupidez. Porque además luego he de volver cargada de bolsas. Pero estoy a medio camino, prefiero no volver a por el coche.

Pero nunca llego a mi destino, no termino de llegar, el camino es cada vez más largo. Y no llego, no llego. ¡Qué angustia! Lo que sí llego es al centro de una ciudad extraña; a lo lejos un supermercado, pero cuando por fin me acerco es una farmacia y yo no necesito nada de la farmacia.

Mientras callejeo me encuentro a varias personas conocidas; toman café en bares (a una distancia prudente, pero, ¿qué hace un bar abierto?), también asisten a una función escolar, con mascarillas, pero aún así es raro.

De repente me encuentro con un chico muy agradable que me pregunta adónde voy, y yo ya estoy tan perdida que no puedo justificar qué hago por allí. Me explica muy amablemente que, para respetar el número de personas que pueden andar por la calle, me va a llevar a una casa un rato. Y la casa resulta ser la de unas amigas mías (gemelas, para más detalle). El chico me esposa a la puerta de una habitación, que por cierto es horrenda. Que casa más fea, parece que me haya trasladado de golpe a los años setenta, y todo es color café con leche, más leche que café.

El chico es voluntario de la policía, una especie de observador comunitario. Está haciendo méritos porque estudia para ser detective. Me deja allí durante unas horas, esposada a una puerta y sentada en el suelo. Menos mal que puedo charlar con las gemelas.

Me duele la muñeca izquierda.


Nunca me gustó la palabra cuarentena

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Mucho se ha escrito sobre la cuarentena que estamos viviendo; algo desconocido que dos días antes (literal) no podíamos ni imaginar. Y a mí no me gusta dar consejos, ni tengo mucho arte para hacer bromas y menos me gusta meterme en discursos políticos porque no tengo alma de «cuñao». Ya votaré o no en las siguientes elecciones, si me dejan salir de casa.

¿Entonces qué creéis que os voy a contar sobre la cuarentena? Una pequeña reflexión sobre mi experiencia, como siempre con el afán de entretener, un relato. Nada de lecciones, ni reflexiones morales, que no es mi campo ni lo pretendo. Si acaso que os sintáis identificados, o no. Soy el humilde bufón de la corte, el que con creatividad evadía de las preocupaciones de la guerra. Tengo claro cuál es mi vocación; soy la escriba y, aunque a veces nuestro afán parezca trivial, yo estoy muy orgulloso de él. Es vital.

Me ha ocurrido algo curioso estos quince días que llevo sin salir de casa, que no desconectada. Y es que he reflexionado sobre dos cosas sobre las que ya reflexionaba antes del encierro: el presente y el miedo. Me he dado cuenta de que estos días no me han cambiado. He oído hablar mucho de eso, de que esta situación nos va a cambiar como sociedad. Sin identificarme en absoluto con las personas afectadas por el coronavirus (enfermos, fallecidos y familias), y los profesionales que están al pie del cañón, que a ellos sí que les va a cambiar esta experiencia, yo sigo batallando con las mismas preocupaciones.

Con las mismas despreocupaciones, debo decir, porque llevo entrenándome bastante tiempo para vivir sin miedo y anclarme en el presente. Lo conseguí hace un año, por lo que ahora lo puedo poner en práctica sin forzar demasiado.

Me preocupo, pero no tengo miedo, porque el miedo es mirar a mañana y yo ya no hago eso. Incluso he tenido la tentación de no escribir esta reflexión hasta que no acabe la situación, pero estaría haciendo trampa. Es hoy, y no tengo miedo, y no voy a tentar a la suerte porque lo escriba. Mañana si pasa algo, se afrontará.

Soy una privilegiada debo decir; por ahora no nos encontramos mal ningún miembro de la familia, estoy trabajando como nunca, escribiendo muchísimo, riéndome también con algunas ocurrencias referentes al confinamiento, me van ustedes a permitir. Por Dios, si incluso puedo echar un polvo de vez en cuando.

Como digo, una no está exenta de preocupaciones, ni de malos ratos, pero me los producen las mismas cosas que antes del encierro. Mis  hijos son mi talón de Aquiles, os he de confesar.

Será por ese anclaje al presente que conseguí por fin hace tiempo, será porque ya trabajaba desde casa y estoy acostumbrada a llevar unas rutinas dentro (fuera pijama tempranito por la mañana), el caso es que por ahora esta experiencia no me ha cambiado. Mañana, no sé lo que pasará.

 


Mi casa es la tuya

casa

Entre los comentarios sobre las casas de cada uno (la mía tiene patio, yo me puedo salir a la terraza, mi jardín ahora es un tesoro, yo piso, me asomo a la ventana…), y la afición por ver programas de decoración estos días de confiamiento, mucho había tardado yo en soñar con casas.

Esta noche he visitado a unos vecinos (en sueños) y me han contado que van a ver casas porque se van a mudar.

-¡Yo también me mudo!

Como si fuera fácil y agradable. No sabéis la «peoná». Porque ir a ver casas ha sido agotador. He tenido que andar kilómetros de una a otra, y me perdía y no encontraba la dirección. ¡Qué de vueltas he dado! De hecho estoy escribiendo este sueño desde el sofá, agotada.

Además en los intervalos kilométricos entre una visita y otra me iba encontrando gente que me entretenía: «una profesora del colegio, un compañero de la facultad».

-Dejadme por favor, que no llego.

Todos me quiere contar su vida. En fin, al final he visto algo; casas con jardín, pero feísimas, todas con paredes desconchadas y cocinas sucias. Creo que tengo que dejar de ver a «Los gemelos decoran dos veces», «Tú ensucia que yo limpio, «Las casas más lujosas de Estados Unidos»… yo creía que eran programas que me relajaban pero va a ser que no.