Los espacios, las casas que no habito y que se expanden, el tiempo y la muerte. Son los temas más recurrentes en mis sueños.
A veces se presentan de manera angustiosa pero, pese a todo, la mayoría de las veces los sueño de manera tranquila, amable, como en esta ocasión. Será la costumbre.
Ha habido un espacio, una casa que me dispongo a alquilar, tiempo, porque doy saltos atrás en el pasado, y muerte, porque vislumbro la muerte de la anterior inquilina con claridad.
Y, desconozco la razón, como casi siempre, pero voy a alquilar una casa en Oporto. Al visitarla noto una actitud inquietante del inquilino, un señor de mediana edad (indeterminada en definitiva) que no quiere que mueva las cosas de su sitio. Y eso es raro si voy a vivir allí. La casa no recuerdo muy bien cómo es, parece un piso; en mi sueño me he movido entre dos habitaciones, un saloncito con muebles apolillados, muy apolillados, y un dormitorio con una cama alta.
Cuando me siento en la cama ya no soy yo si no la mujer que ha muerto. Es sólo un segundo, pero me sirve para averiguar que el inquilino la ha cuidado con amor hasta el último momento y por eso es tan reacio a que yo toque nada. No tiene más remedio que alquilar la casa, pero no quiere hacerlo.
No hablo con él de eso, pero sí de los muebles apolillados y del mejor tratamiento para las dichosas polillas: «Gasoil, masilla para madera y paciencia». Conversaciones sin sentido de las que se acuerda uno en los sueños.
Entro de nuevo en el dormitorio y siento, porque ahora no soy yo de nuevo, que la morfina son tres botes de cristal bonitos, con líquidos de color amarillo, azul y naranja que se mueven como aceite y me hipnotizan.
«Murió en paz», le cuento al inquilino.