Me gusta mi casa, es bonita, suficientemente espaciosa. Cambiaría cosas, pero imagino que eso es normal; antes de verano hicimos unas pequeñas mejoras; cada año, una cosita. Poco a poco. Digo esto porque, no sé por qué, sueño mucho con que me mudo a otra casa, no con la mudanza en sí, qué cansado, si no con el hecho de vivir en otro lugar.
Y el piso amplísimo al que me he ido a vivir esta noche no lo he podido disfrutar. Qué pena, porque tenía las paredes del salón pintadas de un verde claro y relajante y he podido vislumbrar que la cocina es enorme. Pero poco más. Es curioso, uno se queda con detalles en los sueños que no termina a comprender, paredes verdes. Y miles de niños, no propios, de los que me encargaba para llevarlos de excursión. Por eso no he podido disfrutar del piso nuevo. Que niños más petardos. No hay manera de que terminen de desayunar, solo quieren ver la tele. Y el autobús va a llegar, y los niños a medio terminar, por lo menos son cien.
Menos mal que mi subconsciente me ha enviado a la playa, a relajarme. Y ha encontrado para mí un balón de rugby. Juego a lanzarlo con alguien, no sé quién es. Me acuerdo de que los balones de rugby hay que lanzarlos de lado para que vuelen rectos. Y esa es toda mi preocupación, conseguir el efecto deseado con el balón. Muy entretenido. De vez en cuando me refresco en el mar. Una de las veces me veo envuelta en un remolino, el mar, como siempre, tira de mí y me hace desaparecer.