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Papelitos

papeles

Probad a ordenar con un hijo adolescente su cuarto. Sus cosas, sus recuerdos, sus juguetes, sus libretitas, sus cables, su diarios, sus agenditas, sus papelitos. No hablo de síndrome de Diógenes porque es algo serio, pero ayer me acordé de esos programas de televisión en los que vacían casas y cargan camiones enteros de basura. Yo sería una muy buena organizadora profesional, por cierto.

Cuál sería el bloqueo con el que terminamos (también alivio), que mi adolescente tardó mucho en dormirse y yo he soñado con papelitos. Papelitos arrugados y rotos sin ton ni son, a través de los cuales me han llegado todo tipo de mensajes.

Imaginaos que los whatsapp y mails, o llamadas de teléfono que recibís cada día os llegaran en forma de papelitos, de bolitas pequeñas y arrugadas que tenéis que abrir con sumo cuidado, ya que sus mensajes son casi ininteligibles.

«Quedamos a tal hora», «comprar tal cosa»… incluso me han llegado ofertas de trabajo. Ruedas de prensa a las que acudir (hay una parte de mi subconsciente que vive permanentemente en una rueda de prensa), convocatorias escritas a lápiz y emborronadas con rotuladores fluorescentes.

Tengo una agenda en papel, hoy no puedo abrirla, he apuntado lo que tengo que hacer en el móvil.


El asesino es el padre

Y Mónica y yo lo sabemos, pero no encontramos la forma de incriminarlo. Ha robado el móvil de su hija y utiliza sus fotos de Facebook para engañar a sus allegados y hacerles creer que está en una excursión. Si pudiéramos quitarle el móvil quizás podríamos demostrar que ella no envía los mensajes.

Temblando de miedo meto la mano en el bolsillo de su chaqueta, que se ha dejado un momento olvidada, y cojo el móvil. Se lo doy disimuladamente a Mónica. Pero inmediatamente nos damos cuenta de que con el teléfono en nuestro poder no podemos demostrar que el asesino es el padre. En todo caso podemos hacer notar que algo ha pasado, que la niña no está de excursión, pero si tenemos nosotras el móvil pareceremos culpables. Lo mejor será que lo devolvamos.

Cuidado, se acerca.


¿Queréis disparates?

¿Qué tienen que ver el robo de un móvil, una manifestación, una casa con forma de tubo, una chica que hace ropita para bebés y una cama para dormir con una colcha de flores? Pues que han salido en mi sueño todas mezcladas sin ton ni son.

Voy a intentar darles algo de sentido y, si no lo consigo, por lo menos os reís a mi costa. Porque todo ha empezado con el robo de mi móvil, y yo he estado todo el sueño (como si de un largometraje con metraje se tratara) angustiada por este fatal hecho. ¿Sabéis lo que ocurre cuándo no tienes móvil? Que no puedes llamar a nadie, que estás desconectada, que te sientes en un desierto en medio de la gente. Os parecerá una exageración, pero yo es que soy muy exagerada.

Entonces me doy cuenta de que estoy al lado de la casa de una amiga. Y decido ir a visitarla para, desde allí, llamar a alguien que venga a buscarme. Porque sin móvil me he convertido en una inútil que no puede manejarse por el mundo. ¿No será que me han robado el coche?

Antes de llegar a mi destino me cruzo con una manifestación de algo, con mucha gente y, entre los manifestantes, creo que veo a alguien con mi teléfono. Pero claro, no es el mío, porque todos tienen móviles con carcasas de colores o con banderas o con mensajes y el mío no tiene carcasa. Entonces yo sola, en medio de la manifestación, de un carnaval de teléfonos de colores, empiezo a pensar en carcasas, en tipos de móviles y en tarjetas SIM, en plan detective, para averiguar algo sobre el robo.

Llego a casa de mi amiga y es una casa tubo. Es éste un nuevo término para describir una casa en la que hay que escalar por un pared estrecha para llegar. Y cuando llegas sigue todo igual de estrecho. Es tal la claustrofobia que me entra que bajo de nuevo y me quedo en el portal. Y allí me espera una chica que me regala una caja con ropa hecha por ella,  para mis bebés ficticios, y yo veo en ella una actitud sospechosa. Creo que es la que me ha robado el móvil, pero no puedo demostrarlo. ¡Qué frustración!

Llegados a este punto de tal confusión, aislada del mundanal ruido de las ondas telefónicas, me pongo a llorar. Entonces la portera que me ve, me ofrece quedarme para siempre en una habitación que hay vacía en la portería. Cuando veo esa cama tan cómoda, con la colcha de flores pienso: «Nunca le agradeceré lo suficiente a la portera lo que ha hecho por mí».


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