
Me ocurre cuando duermo, creo que no es un sueño profundo, que me empieza a latir muy fuerte el corazón. Suele ir asociado este sobresalto a algún recuerdo.
Esta noche la serpiente me ha llevado a un recuerdo feliz, uno de esos momentos que tienes guardado en tu memoria en los que todo es perfecto. Iba recorriendo la Castellana a pie, embarazada de Lola, en una época del año que es genial en Madrid, los primeros días de diciembre. Recuerdo que iba a una clase de preparación al parto (una y no más) y que llevaba puesto un jersey de Javier, mi marido. Y hacía mucho frío; ese frío que corta la cara y es un gustazo porque es muy limpio.
Si rasco un poco más en ese recuerdo puedo observar que soy un poco infantil, que todavía no me he cortado el pelo, tengo noches de imsomnio y todavía me faltan conclusiones a las que llegar. Ahora me noto más sabia, pero menos soberbia, duermo como un bebé y cada día me siento más libre.
Pero mi recuerdo (ahora es una foto fija mirando hacia arriba, en la que estoy muy sonriente y respiro aire helador) me cuenta que en esa época no tenía conciencia de esa sabiduría que me faltaba. No me había sentido todavía arrancada de Madrid, no me planteaba si era buena madre o buena hija, y tenía todavía restos del egoísmo de la adolescencia, aunque ya me acercaba a los treinta.
Y yo le cuento que por aquel entonces no era capaz de escribir estos encuentros, ni tenía capacidad de ser resiliente, ni de reinventarme. Y ella me contesta que para qué, si no tenía necesidad de hacerlo.
Hemos establecido un diálogo, me doy perfecta cuenta de que cuando bajaba la Castellana, al encuentro de mi marido, hubo un momento en el que me paré, miré hacia arriba, fui consciente de la felicidad que sentía y establecí una conversación con mi yo futuro. O por lo menos así lo recuerdo.