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Me declaro tibia perdida (Contra la soberbia II)

Me pasó de pequeña que me contaron que a Dios no le gustan los tibios, y yo creí que a Dios no le caería muy bien.

Pero no he llegado a posicionarme del todo nunca; mi subconsciente me decía que no iba del todo desencaminada cuando no conseguía sentir pasión por ningún ideal, ni creencia alguna. Buen compañero de viaje mi subconsciente; por eso de adulta le he dado forma de serpiente y autonomía.

Vivimos ahora un tiempo en el que de nuevo hay que posicionarse de forma obsesiva. Y yo es que me quedo enredada en los matices, no lo puedo remediar. Además soy escéptica por naturaleza, y creo que las etiquetas (mira tú por dónde que le podemos llamar hashtags) están ahí puestas por corrientes de movimiento interesadas, a las que nos tenemos que agarrar como si fueran salvavidas. Llamadme paranoica. Hasta para mostrarse escéptico hay un manual de instrucciones ya preconcebido.

Las medias tintas, qué mal vistas están. Ahora hay que tener las ideas «muy claras» para poder manejarse con cierta coherencia en esta sociedad. De un lado o de otro, pero hasta el final.

Yo me bajo del carro de las ideas claras. Me quedo moldeando las preguntas y me despreocupo de las respuestas. La única certeza que tengo es que no tenemos certeza de nada. A lo mejor os produzco desconfianza, pero me declaro tibia total.


Contra la soberbia

¿Os imagináis que los personajes bíblicos que conocemos fueran personajes de nuestro tiempo? Que utilizaran las redes sociales o los blogs para darse a conocer o hacernos partícipes del mensaje de Jesucristo, o de Buda, o Mahoma… Otro gallo cantaría. Yo me he quedado pensando en las supuestas cuentas de twitter de algunos de ellos, creo que tendría más seguidores Santo Tomás que Abraham. Os recuerdo que Abraham estuvo a punto de sacrificar a su hijo sólo porque Dios se lo pidió y Santo Tomás, sin el Santo por aquella época, es el artífice del “si no lo veo no lo creo”.  Yo seguiría la cuenta del segundo.

En mi educación cristiana crecí escuchando frases como la fe mueve montañas (que no deja de ser verdad, para bien o para mal), a Dios no le gustan los tibios y rodeada por algunas personas que por considerar que su fe estaba forjada en hierro podían dar lecciones a diestro y siniestro. Y he sido testigo del derretimiento de ese hierro en ocasiones, dicho sea de paso.

Mi fe ha estado formada por humo muchos años, una sustancia apenas palpable pero humo al fin y al cabo. Nada de hierro, ni de ladrillo ni de cemento. Pensaba que con humo no se construye una casa en la que habitar y dejé que me envolviera de esa manera “tibia” que tan poco gustaba. Ahora las cosas han cambiado, y esa fe está adquiriendo algo más de textura, diría que gelatinosa.

En mis conversaciones con Dios le he comentado que quizás no es una sustancia demasiado fuerte, pero he llegado a la conclusión de que es mejor ir adquiriendo cierta consistencia poco a poco, que no estamos para caernos del caballo como San Pablo. También le he advertido de que me muevo entre la obligación moral de repercutir todo lo bueno que me está pasando, y el miedo a mandarlo todo a la mierda a poco que mi vida se vea desestabilizada de alguna manera. Mientras tanto mi fe va tomando forma y aspiro al ladrillo y al cemento y al hierro, pero siempre con el miedo de no caer en la soberbia.

Me causó un mayor respecto el Papa emérito cuando explicó que hubo un momento en su vida en el que pensó que Dios había desaparecido. Él también ha dudado.

Y mientras tanto mi manera de ser creyente la vivo con tranquilidad, sin llevarlo todo al extremo. Ya he asumido que no todos estamos llamados a hacer grandes hazañas, coger un avión hacia Siria, o la India o  Irak o a tantos países para intentar acabar con otras tantas injusticias. Pero nuestra gran hazaña también pasa por nuestro día a día, por decirle a nuestros hijos que no hagan caso, en un entorno aparentemente cristiano, a comentarios como “putos moros” cuando ha sucedido lo de Charlie Hebdo, o “panchitos” hacia los sudamericanos, o “maricones”, o tantos otros insultos que estoy cansada de escuchar. Contrarrestar esto, al igual que creer que porque haya habido sacerdotes católicos pederastas (panda de desalmados),  los católicos vivimos la sexualidad de manera insana y retrógrada. Ya os digo yo que no es verdad.

El mayor pecado de católicos y no católicos, ateos y practicantes de cualquier religión es la soberbia.


Rayuela

Encontré en «La bendita manía de contar» de García Márquez cierta soberbia, y yo me muevo más entre las medias verdades, que son las verdades verdaderas. Aprendí a vivir con ello y a no justificarme por mi tolerancia mal entendida; lo que Julio Cortázar, o más bien Horacio Oliveira llama «duda inteligente, vaivén sentimental». Sobre el vaivén construyo yo una casa sólida como una roca, sin vaivenes.

Y mientras leo «Rayuela» siento cierta vergüenza por descubrirte tarde, pero también en que nunca es tarde, y en la frescura que me otorga la falta de soberbia, aunque quede un poco soberbio decirlo. Y ahora directamente te digo: «Vos», vos estáis en el mismo barco.

Creo que pensar en situar, razonar y justificar cada paso que doy cansa, me hace perder el tiempo; a veces lo pienso. Pero entonces leo libros y me doy cuenta que en cada pensamiento y razonamiento y justificación de mi actuar está el fin al que quiero llegar, del que aprendo; el espacio entre dos partículas de aire que no me pierdo.

A veces huelo los libros que me estoy leyendo. Y pienso que tengo mucha suerte de perder así el tiempo.


Inmortalidad

Tanto esfuerzo por dejar huella, para que luego uno se vaya, sin más.

Y ya no somos nosotros mismos, sino el recuerdo tergiversado de los demás.

¿Estoy siendo demasiado soberbia?


Querido Dios:

¿No nos convierten las verdades absolutas en personas soberbias? Dime.


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